I. Cuentos que escribimos sobre el agua

Gabriel López Benedito

1. Visita inesperada a una antigua conocida. – Inefable
2. Vendrán. – Maribel Aquilino
3. Cuentos que quise escribir. – Un grito en el vacío
4. Lo poco que queda. – Lara Starlight
5. Fresno y abeto. – Bea Esteban
6. El miedo. – Meraki
7. Mamá. – Camila Sandoval
8. Encontrarse. – Laura Coratgé
9. Sinestesia. Laura Cabrero Muñoz
10. Te quiero hasta el infinito. – Sandra Fernández
11. 12. Nos veremos al otro lado & Pequeños instantes de magia . – Cris

6

VISITA INESPERADA A UNA ANTIGUA CONOCIDA. – inefable

Aún recuerdo la tarde de julio en la que aquella pequeña de ojos avellana me conoció. Todavía mi memoria es capaz de dibujar los colores del ocaso de aquel día, tonos añiles y rosados que se fundían dando paso a la noche más oscura de su vida. Para su suerte, nunca antes nos habíamos visto y, sin embargo, fue capaz de ponerme nombre al encontrarme reflejada en los ojos de su hermana pequeña, a la que me llevé acurrucada en mi seno. “Muerte” oí que susurraban sus pensamientos. Me temía de una forma que incluso a mí me asustaba.

Tardé doce años en volverla a visitar, y esta vez, fue ella la que reclamó mi visita. Encontré a una guapa chica de pelo ondulado con reflejos caoba sentada en un banco, contemplando aterrorizada el lago que tenía frente a ella, dónde su otra mitad había desaparecido años atrás en lo que debía haber sido una agradable tarde de juegos.

Se giró hacia a mí y me entregó la pistola, alineándola con su sien, con una mirada que gritaba que le disparara. Entonces dudé. Aparté mi índice del gatillo y el arma cayó al suelo, con el grito sordo de la destrucción que la chica deseaba y nunca tuvo. Me lanzó una mirada furtiva, cargada de odio y reproches que se convirtió en un cálido abrazo a mi túnica negra al entrelazar sus brazos y los míos. Le recordé que, incluso yo, podía sentir compasión. Entendió que yo no tenía culpa de la ida de su hermana, que yo era simplemente la encargada de ofrecer un viaje seguro a las almas humanas, para que no se despisten en el camino. Me perdonó y me recordó que seguía siendo ella, aunque a veces se reencarnara en el odio, y otras en la melancolía. La salvé, nos salvamos. De una muerte segura.

Vendrán. – Maribel Aquilino

El aire estaba cargado de olor a tierra húmeda. Y de los restos de un picnic. Me acerqué con cuidado. Entre los árboles podía verse los restos de un par de bocadillos y un vaso de plástico roto. El olor de la lluvia que había caído hacía pocas horas enmascaraba un poco el olor, pero estaba seguro de que hacía mucho más tiempo desde que los humanos se habían marchado. Nadie se acercaría por allí hasta que las nubes dejaran de seguir amenazando con lluvia una vez más.

Me alejé del picnic frustrado y me encaminé hacia la orilla del lago. Las patas se me hundían a cada paso, lo que hacía que fuera más difícil avanzar. Pero no podía detenerme, iba a ser la hora pronto, no podía llegar tarde. Di una sacudida para intentar despegar el barro que se había quedado reseco en mi pelo y apreté el paso.

El estómago se me retorció con fuerza, haciendo un sonido espantoso. Los restos de los bocadillos, aunque empapados, eran lo más apetecible que había olisqueado en mucho tiempo. Pero me habían enseñado que no podía comer nada de lo que me encontrase por el suelo, sólo lo que ellos me dieran. Y me gustaban sus caricias cada vez que les hacía caso, especialmente las que me daban por la espalda.

El mundo siempre había sido una interminable escala de grises para mí, pero los lugares y las personas importantes tenían un brillo diferente. Y sobre todo, un olor muy característico. Aunque algunos se perdieran en el tiempo, sabía que alguna vez volverían. Tenían que volver.

Había llegado. Tras las nubes el sol empezaba descender, dejando la luz suficiente para ver la desvencijada madera del banco. Me senté a sus pies y esperé, preparado para levantarme de un salto en cuanto se acercaran. Si tenía suerte, tal vez incluso me trajeran un hueso.

El sol cayó y el viento empezó a calarme el pelo húmedo. Pero vendrían, estaba seguro. Apoyé la cabeza entre las patas, tumbado tendría menos frío. El collar se me clavó en el cuello, y mi estómago volvió a rugir. Vendrán, seguro. Y me traerán un hueso.

Vendrán.

 CUENTOS QUE QUISE ESCRIBIR. -Un grito en el vacío

“El incendio comenzó de noche. Sin que a nadie le diera tiempo de darse cuenta, de levantarse de sus camas, de conducir hasta otra área. De proteger lo que más amaban.
O quizás fue simplemente un banco de niebla, tan gris que parecía humo que saliera de la tierra como si se tratara de un volcán en erupción.
En un caso u otro, la vida seguía transcurriendo, como cuando alguien a quien quieres deja este mundo. Y tú te paralizas pero el planeta sigue girando y te desespera.

Imaginad que hubiera sido un incendio; los hombres imperturbables en sus habitaciones, consumidos por los gases tóxicos como en Pompeya. Imaginad que hubiera sido esa niebla mágica, que nadie habría visto, con sus ojos cerrados en pequeñas casas de madera.
Parece que verdaderamente los seres humanos cerramos los ojos cuando vienen cosas que nos asustan o que pueden matarnos. Igual es un instinto de supervivencia”.

Arranco la página y me digo: «No es lo suficientemente bueno, no hay una historia clara. Son comentarios pegados con cola de hacer manualidades, que nadie podrá entender si llega a leerlos. Debería volver a empezar». Siempre la misma conclusión. Así es normal que nunca pueda acabar nada.

Me levanto del banco y permanezco de pie un rato. He dejado a un lado la libreta a la que cada día le quedan menos hojas, reducidas a minúsculos trozos de papel marchito que acaban siempre en una papelera junto a cáscaras de plátano. No me ayuda salir de casa, ni quedarme encerrado, no me ayuda volver a intentarlo. Estoy a punto de rendirme, llevo meses tratando de sacar algunas palabras de las que se agolpan en mi cabeza, pero es imposible darles forma. Lo intento para salir de mí y olvidarme de todo lo que pasa en la vida, demasiado rutinaria y fría; solitaria.
Estoy a punto de rendirme, pero vuelvo a sentarme y a acuchillar una hoja nueva:

“Os juro que se sentía muy solo, incluso cuando no lo estaba y cientos de personas le rodeaban con sonrisas forzadas. Se sentía solo en medio de la nada; o en medio de todo. Se asustaba cuando salía a la calle, cuando paseaba de día y de noche con su libreta escondida en la mochila. Se asaltaba a sí mismo, de vez en cuando, en las calles o los rincones más oscuros.
—¡Dame todas las historias que lleves encima! — se decía imaginando a un hombre en pasamontañas. Y él mismo se atropellaba respondiendo: —¡Te prometo que me las he dejado en casa! Ten compasión de mí. — pero no se creía y nunca jamás se compadecía”.

Es hora de volver a casa, ya está amaneciendo.

LO POCO QUE QUEDA. – Lara Starlight

Siento las hojas acariciar mis pies, que aún andan desnudos. Estamos en pleno otoño, pero adoro sentir las cosquillas producidas por las hierbas cuando salgo a respirar aire fresco. Porque lo necesito.

Necesito estar sola durante unos instantes, posar mis ojos brunos sobre la calma del lago, intentando imitarlo. Y siento cómo voy relajándome, como las palabras acuden a mi mente. Y comienzo a escribir.

Versos y más versos crean estrofas, pero lo importante es que me hace sentir viva. Es cierto que mis trémulas manos me dificultan el trabajo, y que mi cabello cano no ondea como lo hacía años ha por el viento, pero es cuando me siento libre, viva. Porque un paisaje, esas pequeñas cosas que nadie aprecia, me espera a mí. Y yo a él, ambos nos necesitamos. Entonces dirijo mi mirada hacia mi reloj, que al ser granate contrasta completamente con mi pálida tez. Aquel que marca cada minuto, cada segundo. Aquel que me limita. Oigo su tic tac, y permanezco unos segundos observándolo, totalmente quieta. Entonces, lo desabrocho. No forma parte de mi ser, o así lo siento yo. Solo hace que a cada segundo me consuma lentamente, aunque paradójicamente pasen en un abrir y cerrar de ojos. Pero no me pertenece ni yo a él. Y lo lanzo al mar. A lo mejor el frágil cristal se ha quebrado, pero no yo. Ya no lo necesito.

Poco me queda ya, ni siquiera el tiempo. Pero no renunciaría a mi banco junto al cristalino lago. Ese que hace que broten las palabras…

FRESNO Y ABETO. – Bea Esteban

Para Julia, la libertad olía a fresno y abeto.

Los primeros pasos por las calles que llevaba años sin cruzar parecían los de un bebé; torpes, lentos, tropezando cada tres pasos y parándose en cada escaparate. Miraba los carteles, las luces y los rostros de la gente, preguntándose por qué ellos no eran tan felices, si lo tenían todo. Podían ir a su restaurante favorito; podían elegir la hora a la que se acostarían cada noche; podían ver el cielo a todas horas con solo asomarse a la ventana y pintar las paredes de su habitación. Aunque muchas veces preferían sentarse en las cafeterías con los ceños fruncidos y un periódico entre las manos,  al menos podían elegir. Cada segundo contenía un millón de oportunidades.

Julia llevaba cuatros años viviendo una vida que no era suya, porque en la cárcel nadie tiene voz.

La inocencia que pesaba en su corazón no fue suficiente prueba para el juez. Pero Julia quería dejar el rencor atrás. Si no podía recuperar los años perdidos, por lo menos viviría cada minuto que le quedara como si durara una década. Ahora tenía espejos donde mirarse y sonreírse; ya no tendría que mirar su reflejo en un vaso de agua. Ahora podía andar por los pasillos sin miedo a que un funcionario pagara con ella su mal humor. Podía hacerse la comida —si recordaba cómo se cocinaba— y volver a pasar la Navidad en familia. Podía elegir merendar tres veces si tenía hambre. Si no, también. Podía coger un tren, ir en bicicleta, leer libros más allá de los que había en la biblioteca. Podía volver a empezar sin que la gente le mirara de reojo, preguntándose siempre: «¿Qué hiciste? ¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí?».

Sabía que la mancha de esos cuatro años seguiría impidiéndole hacer muchas cosas, pero no se iba a frenar. Ahora sus inviernos olerían a castañas asadas y tendría ventilador en verano. Podría escaparse a la parte más alta de aquella colina y dejar que las horas pasaran, oliendo a fresno y abeto.

Julia volvía a ser libre.

EL MIEDO. – Meraki

El miedo a vivir sabiendo que algo fallará. Así he vivido desde que tenía uso de razón, antes no comprendía por qué de hecho, no lo había entendido hasta hoy. Fui una niña, después vinieron las inseguridades y después… simplemente es ahora. Que he descubierto que he vivido siempre sintiéndome prescindible sin haberle puesto nombre. Que he sabido, porque yo lo he sabido y me he convencido a mí misma que en algún momento todas las personas que quiero, me acabarán apartando de sus vidas. Que van a poder vivir perfectamente sin mí. Que yo no cumplo ningún papel en sus vidas. Que estando cerca de mí, ellos me hacen un favor.  Vivir toda la vida esperando a ser feliz, porque me enseñaron que nunca lo sería que no me lo merecía. Que hasta en mi propia vida, en mis propios pilares yo sobraba. Así lo asimilé convencida de que en algún momento alguien me salvaría de todo ese desorden. Así me hicieron dependiente así consiguieron romperme el corazón.

MAMÁ. – Camila Sandoval

Hoy, es 27 de octubre, se cumple un año desde su partida. Cada vez que pienso en ella mis ojos se inundan de lágrimas de nostalgia. Pero intento sonreír hoy; es su día y sé que ella está conmigo.

Acabo de llegar a aquel sitio, en el que ella me solía leer sus mágicas historias, y nada más llegar siento que todavía huele a ella, a aquel olor tan peculiar que siempre llevaba consigo: una mezcla entre vainilla y jazmín.

Sigo sin asimilar que ya hayan transcurrido 365 días desde que la muerte se atrevió a arrebatarme a lo que más amo en el mundo.

Me senté en el banco en el que ella y yo pasábamos horas, saco el reproductor de música que solía usar mi madre cuando se encerraba en su habitación a leer y me puse los auriculares para escuchar su canción favorita: Heaven de Bryan Adams. Pongo la canción en repetición y dejo que suene en mí incontables veces; me olvido de todo y me dejo llevar por la dulce melodía y me sumerjo en mi mundo. Con ella.

Después de no sé cuánto tiempo, consigo sentirme un poco mejor. Saco la libreta que mi madre solía tener en su mesita de noche. La abro y vuelvo a leer todo lo que contiene, de principio a fin, todas las historias que el mundo jamás llegará a conocer. Siento que se me eriza la piel una vez más, sus historias te plasmaban a mundos maravillosos. De repente, sin darme cuenta cae lentamente una lágrima a la libreta. Sin quererlo me pongo a llorar otra vez, con la esperanza de que aparezca detrás de mí y me dé un cómodo abrazo y me susurre en el oído que todo va a estar bien.

Apago el reproductor de música. Las manos me tiemblan y el corazón me va a mil por minuto, pero de todos modos me armo de valor y abro el sobre que llevaba guardando durante mucho tiempo, y saco las hojas que hay dentro. Nada más leer la primera línea siento que se me nubla la vista a causa de mis lágrimas, pero me limpio los ojos y sigo leyendo intentando contener el llanto.

Cuando termino de leerla me siento un poco más alegre, porque sé que mi madre la ha estado leyendo conmigo. Aparto la vista de la carta que le escribí a mi madre cuando supe que falleció y miro al banco, las ganas de verla ahí, se apoderan de mí. Y, de pronto, siento que la veo, mi imaginación me está dando el privilegio de poder verla por última vez, sentada a mi lado, sonriéndome dulcemente y diciéndome que siempre estaría a mi lado, aunque no sea físicamente. Sólo siento ganas de abrazarla y no soltarla nunca más, pero la imagen se va desvaneciendo lentamente.

Quemo la carta que le escribí y dejo que las cenizas caigan al mar, y que vayan desapareciendo. Decido lanzar también los pétalos de rosa blanca que compré esta mañana, eran sus favoritas. Se supone que debo sentirme mejor, pero no es así; después de todo, aún no soy capaz  de asimilarlo, y tampoco me apetece hacerlo.

De repente, mi mente me dice lo que yo aun no había sido capaz de decir en voz alta durante todo este tiempo. Mi madre está muerta. Empiezan a resonar tantas veces en mí que siento que empiezo a perder la cabeza. Mi madre está muerta, otra vez resuena en mí. Lo está y eso significa que ya no seré capaz de volver a recibir un acogedor abrazo suyo, ni un beso en la frente, ni siquiera un “te quiero” o un “nos veremos a la noche, cariño”, y que tampoco volvería a verle sonreír. Me siento en el banco, me abrazo a mí misma, comienzo a llorar, grito y me enfado con el mundo por habérsela llevado lejos de mí.

¿Cómo voy a ser capaz de sanar la tristeza que está sintiendo mi corazón?

Y después comienzo a recordar algo: ella está conmigo, y siempre lo estará. Ella no quiere verme llorar, ni verme triste por ella. Ella quiere verme reír, verme brillar y quiere ver cómo logro todas las metas que apuntamos juntas en la nevera de casa. Quiere verme feliz.

Para cuando me doy cuenta ya se ha hecho de noche, y yo sigo aquí. Sentada. Sumergida en mis pensamientos, con ella, ignorando todo lo que pasa en ese instante. Esta noche la luna se muestra entera, y las estrellas le están haciendo compañía. “Ojalá tenerte aquí físicamente para poder contemplar juntas esta mágica noche” pienso, pero ya no lloro; no sé si es porque me siento un poco mejor o porque ya no me quedan lágrimas por derramar.

Es demasiado tarde y siento que el frío toca casi mi alma, así que me levanto y me dispongo ponerme camino a casa, y sin previo aviso me doy cuenta de que se halla una perra abandonada delante de mí, en una roca. Me sorprendo porque no sé en qué momento habrá llegado ahí. Comienzo a mirar por todos lados para ver si se había perdido y hay alguien buscándola, pero cuando le miro a los ojos comienzo a entenderlo todo; era mi madre.

En seguida me doy cuenta que aquella perra está ahí para mí, y que yo me hallo ahí para ella. Me lo ha mandado mi madre, lo sé. La llamo y ella viene corriendo tímidamente hacia mí y me regala un acogedor abrazo y un lametón en la mejilla; comienzo a sentirme feliz. Le necesitaba tanto como ella a mí.

Por fin llego a casa, le doy algo de comer a Luna y nos vamos a la habitación de mi madre. Nos metemos en su cama, que también huele a ella, y comienzo a darle las gracias por todo lo que me ha enseñado hoy.

—Gracias por todo, mamá, y por traerme a Luna a mi vida. Siempre te tendré conmigo, porque sé que eres mi ángel de la guarda.—Después de decir esas palabras en voz alta siento cómo va quitándose de mí un gran peso.

Abrazo a Luna fuertemente y siento como si estuviese durmiendo otra vez con mi madre.

El día que pensé que sería uno de los más duros ha resultado ser mejor de lo que pensaba. Y por eso, doy gracias a la vida.

Encontrarse. Laura Coratgé

Creo que me he perdido.
Ayudadme. ¿Dónde estoy?
Igual tomé el avión equivocado. O quizá el mundo ha girado demasiado rápido durante estos dos últimos meses, porque yo ya no me encuentro.

El golpeteo de mis pasos sobre el asfalto suena confuso y gris. Mis manos aferradas al equipaje todavía duelen. Sí, duelen, pero no tanto como dolieron durante los primeros días.
En realidad poder sentir esa punzada fina e insistente está bien. Me recuerda que estoy despierta. Que sigo viva.

Las calles por las que camino ahora son mucho menos mías y el griterío de los coches me hace añorar el silencio.

Seguramente por esto último acabo en el parque. Suspiro de alivio al sentir la tierra bajo las suelas antes de dejarme caer en ese único banco frente al lago.

Solo suelto las maletas para deslizar las manos sobre su asiento. La madera rugosa y húmeda me brinda la mejor bienvenida del mundo.

Bienvenida a casa.
Eso dice, sí. ¿Estoy en casa?
No lo sé, aquí es todo tan diferente…

Mi cabello ya no debe esconderse bajo un pañuelo y lo celebra jugando alegremente con el viento de otoño. El sol lo acaricia todo, con cuidado de no castigar mi piel ya quemada, y se divierte mientras pinta la superficie del agua con pequeñas lucecitas brillantes.

Suspiro. Después de todo, quizá si estoy en casa.
Mi casa, mis calles, mi ciudad, mi país. ¿De verdad son míos?
Cuando me marché, me faltaban el lago y su calma. Faltaba el concierto de ladridos que me recibirá cuando por fin entre en casa. Faltaban mis libros. Sobraba la dureza del sol y la de las vidas que se van antes de tiempo.

Una vez aquí, me faltan los niños y sus risas. Me faltan las estrellas y me sobran los zapatos. Sobran los atascos, el humo de los cigarros, la indiferencia.

Voy estirándome poco a poco, sin mucho disimulo, hasta que comienzo a sentirme mejor.
Allí me faltaron muchas cosas y puedo jurar ahora mismo que volveré. Aquí me faltan muchas cosas y no importa cuánto tiempo pase, siempre regreso a este mismo banco para reencontrarme con el lago.
Países, ciudades, poblados, pueblos, calles… Tal vez no se trate de hacerlos míos, sino de hacerme suya. De romperme, reconstruirme y dejar una esquina de mi corazón como recuerdo en cada lugar que piso.
Seguramente sea la única forma de encontrarse a uno mismo.

SINESTESIA. Laura Cabrero

Verde.

Color como el de la hierba fresca, las hojas de los árboles o la esmeralda;
es también el cuarto color del espectro solar. Y es mi color favorito.
Es la tonalidad que representa la esperanza que albergo dentro de mí cuando se acerca abril en Madrid. Es saber que vuelvo a casa y que esta vez, es para quedarme.

No tiene nada de especial en realidad, pero me gusta tanto porque puedo sentir su sabor reptando por el cielo de mi paladar con apenas tocarlo.

Recuerdo que de niña solía ir a aquel lago situado a unos cuantos metros de la casa donde vivía, a pensar sobre el porqué de las cosas. Me sentaba en el banco situado frente a la orilla y dejaba a mi lado la mochila marrón y desgastada que siempre llevaba conmigo. Contemplaba el paisaje memorizando cada detalle, por insignificante que fuera, haciendo de aquel mi lugar. Por
último, sacaba mi libreta desgastada y mi caja de lápices, e intentaba plasmar la belleza del sitio: describía la amenaza permanente del cielo encapotado que se cernía sobre mi persona; el reflejo de aquel gris en la tranquilidad de las aguas del lago. Explicaba también cómo el sonido de la naturaleza se abría paso al acogedor silencio que allí reinaba, y el modo en que la suave brisa se deslizaba entre mis cabellos, enredándolos, mientras las ramas de un pino que techaba el banco en que yo me sentaba, bailaban con cautela, haciendo caer sobre mi cabeza las gotas de rocío que colgaban de sus agujas.

Plasmaba sobre el papel hasta el matiz más ínfimo, pero siempre había uno sobre el que no me atrevía a escribir: el color verde de la hierba. Sabía que no había palabras que dieran a entender con la exactitud que yo pretendía, cómo dicho color aportaba la luz de la que carecía aquel lugar casi encantado.

El césped invitaba a ser tocado, y eso hice. Me acerqué y acaricié con mis manos la superficie húmeda, con el fin de encontrar mediante el tacto las palabras adecuadas con las que describir la magia que aportaba ese pedacito de naturaleza.

Para lo que no estaba preparada era para sentir aquella viveza reflejada en mi lengua en forma de sabor, y no de palabras.

TE QUIERO HASTA EL INFINITO. – Sandra Fernández

Nada más apagar el motor y ver lo que me rodea, nada más darme cuenta de donde estoy; los ojos se me cubren de lágrimas. Sin embargo, no dejo que éstas salgan, no todavía, tengo que ser fuerte, así lo querría ella. Cierro los ojos y respiro profundamente. “Tú puedes con ello. Ahora sal del coche y enfréntate”. Sin pensármelo dos veces abro la puerta y pongo un pie en el suelo, en menos de un minuto estoy fuera y puedo entonces mirar lo que se me dibuja ante mí. “Así que este es el lugar del que tanto hablabas”. Suspiro maravillada.

– Ahora entiendo por qué – lo digo en voz alta. Como ella me advirtió, este lugar es mágico; alejado de la civilización y rodeado de naturaleza: en el centro; el rio Chiara, a su alrededor cientos de diferentes árboles; todos verdes, creando una mezcla de colores al paisaje y enfrente de mí se abre una explanada lisa con un banco en el medio, casi en la orilla de lo que sería un precipicio que finaliza en las tranquilas aguas del lago. Mis pies empiezan a caminar, mi mente simplemente se deja llevar. Me centro en la sensación que me produce sentir el viento rozar mi piel, el cantar de los pájaros endulzando mi corazón. Es increíble ver cómo algo dentro de ti se relaja y todo fluye: las emociones zarandean mi interior; tristeza, alegría, enfado, sorpresa… Todas y cada una de ellas. No obstante, no me importa, me hace sentir liberada. En la ciudad no puedes sacar todo lo que hay dentro de ti, debes regirte en base a unos límites, debes “guardar las apariencias”.

Me siento en el banco y me quedo mirando al frente, hacia el horizonte sin final. Pienso en que aquí estuvo mi hermana, puede que sintiendo lo mismo que yo estoy sintiendo ahora, sonriendo no de alegría sino de paz. Dentro de mi abrigo, guardo la carta que ella dejó expresamente para mí. La saco y con una sonrisa cubierta de lágrimas; leo:

“Mi dulce y loca hermanita,

Cuando he cogido este papel, tenía claro lo que quería escribir en él. Sin embargo, ahora mis manos están paralizadas, han dejado de seguir bien las órdenes de mi cerebro. En mi mente flotan miles de palabras que necesito trasmitirte pero que no he sido capaz de expresarlas cuando te tenía aquí a mi lado. Nunca ha sido nuestro fuerte decirnos lo que sentimos, ¿eh? Como decía mamá: “Solo os queréis para pelear”. La verdad es que yo me lo pasaba bien discutiendo contigo, disfrutaba haciéndote rabiar. ¿Sabes por qué? Por las risas que venían después. Teníamos nuestro propia vía de comunicación, nos decíamos te quiero a través de miradas de complicidad cuando nos compinchábamos para convencer a papá y mamá de que nos dejaran salir a la noche; mediante las risas después de las broncas, cuando nos mirábamos con ternura y ya sabíamos que la pelea no era más que una fase y que nada cambiaría nuestra conexión.

En cambio, ahora postrada en esta cama rodeada de cuatro frías paredes de hospital de un color blanco como la nieve, me llega la necesidad de dejarlo por escrito. No me gusta llamarlo despedida, ni tampoco un adiós. No me gusta pensar que cuando yo ya no esté, vais a llorar “mi pérdida”. He aceptado que me muero, que mis días aquí han tocado a su fin, lo que no soporto es que creéis que ahí desaparece todo mi ser: que mi cuerpo deje de funcionar no significa que mi alma y mi corazón en espíritu también lo hagan, éstos permanecerán en algún parte.

Sara, eres mi hermana tanto de sangre como de espíritu, a pesar de las estúpidas discusiones que constantemente hemos tenido, has sido la única que de verdad me entendía y estaba a mi lado, la única que aun sabiendo que estaba enferma, ha continuado tratándome como siempre. Me has dado alas. ¿Sabes lo que es eso? Es el mejor regalo que la vida me ha dado, me has aportado alas para avanzar en mi camino, para poder levantarme en mis caídas, para lograr no caerme por el precipicio, para huir de mis fantasmas. Te quiero de aquí hasta el infinito, y no sabes cuán agradecida me siento por teneros como familia. Me gustaría pedirte un último favor: cuida de mamá y de papá, recuérdales cuán geniales son y lo mucho que sus hijas los quieren y admiran, no dejes que se encierren en su propia burbuja de tristeza cuando deje de respirar, continuad siendo la alegre familia que me ha dado la vida, no pierdas tu sonrisa y tu bondad.

Siento si está mojado el papel, las lágrimas han brotado de mis ojos a pesar mi esfuerzo por evitarlo, os voy a extrañar tanto…Voy a echar de menos sobretodo abrazarte cada mañana antes de empezar nuestras jornadas, pero me voy tranquila porque sé que nunca os dejaré del todo, pues en estas líneas se esconde el espíritu de mi corazón y mi alma aguardará en el lugar que te vengo a desvelar. Sí, hermanita, hablo de “ese lugar”, aquel que visitaba constantemente pero del que nunca he querido revelaros el nombre. ¿La razón? No era la que pensabais todos. Me costó horrores no contároslo mientras veía vuestras caritas de tristeza por mi silencio… Sobretodo la tuya… Sabía qué se cruzaba por tu mente en esos momentos: “No confía lo suficiente en mí”, “no me considera digna de saber sus mayores secretos”… Cuántas veces he sentido la tentación de correr hacia ti, abrazarte y decirte que no fueras estúpida que cómo no iba a confiar en mi alma gemela, y después descifrarte mi secreto. Muchas. Pero después recordaba por qué me gustaba que solo lo supiera yo, y sé que tú también lo entenderás una vez te lo explique. Aquel lugar, Sara, era mi refugio, el único espacio en el que podía estar yo sola conmigo misma, ni un solo ruido, solo el que habitaba en sus inmensidades. Podía permitirme ser realmente yo sin barreras, podía gritar, reír, bailar, llorar… Podía hacer lo que quisiera. Me sentía unida a ese lugar, nada más entrar en ese paraíso me invadía una sensación de bienestar inigualable. Estoy segura de que cuando vayas lo comprenderás y sentirás lo mismo que siento yo. Aquel lugar es mágico, increíble, infinito y por eso, ahora que me voy, quiero que seas tú quien lo redescubra. Al final de esta carta te diré de qué lugar hablo y allí estaré esperándote, mi alma volará por los alrededores.

Te quiero hasta el infinito.”

I. NOS VEMOS AL OTRO LADO. – Cris

Llegué al mismo sitio de siempre, con las mismas ganas de siempre, con las mismas ideas y los mismos planes, llegué al mismo banco de siempre, con las mismas vistas de siempre y los mismos olores. Aunque ya no sería como siempre. Los pájaros parecían recordarme, porque cantaban la misma melodía,y aquella roca parecía tener frío, porque estaba algo más blanquecina que
de costumbre. Pero me acerqué a una de esas grietas que se habían formado en ella con el paso de los años y de las estaciones, me agaché y en uno de aquellos recovecos encontré el mismo papel de siempre, algo desgastado, pero conseguí leer lo que ponía. Y aunque no hubiera logrado descifrarlo, simplemente recordaba y recordaría siempre aquellas palabras: “Nos vemos al otro lado”.

No sé cuántos meses habían pasado, pero hacía tiempo que no hablábamos,hacía tiempo que no sabía nada de ti. Hacía tiempo que no llegaba hasta el otro lado. Tampoco quería recordar cómo acabó todo, pero lo recordaba.
Miré al lago fijamente, y después, a la otra orilla, también lejana… Hacía frío. Y te echaba de menos.
Sabía que tú ya no me esperabas al otro lado, sabía que aquella nota haría el mismo efecto en el fondo de aquel lago, pero la plegué en mi mano y me senté en ese banco. El banco que hicimos nuestro porque siempre volvíamos…
El banco que fue testigo de todos y cada uno de nuestros secretos, de nuestros miedos, de nuestras manos entrelazadas y mis viajes en barca hasta el otro lado. Aquel banco en el que me eché a llorar meses atrás, la última vez que estuve aquí sin entender que nunca más te volvería a ver. No es que no fuéramos a mirarnos, no es que lo dejáramos. Es que te fuiste. Es que
sin saber nada te fuiste, dejaste aquí tu alma, que ahora siento abrazándome en este banco… Y te echo de menos. Te echo mucho de menos.
“Nos vemos al otro lado”, y estoy segura de que lo haremos, mi amor. Estoy segura de que me esperas.

 

II. PEQUEÑOS INSTANTES DE MAGIA. – Cris

Llegué pronto aquella tarde, miré ese reloj aguamarina que me había acostumbrado a llevar en la muñeca y aún marcaba las 17:24, faltaban seis minutos para que llegaran. Me senté debajo del mismo árbol de siempre, reposando la espalda sobre ese enorme y corpulento tronco.

Cerré los ojos, se escuchaba la misma paz de siempre. Pasaron unos cuantos minutos. Al cabo de un rato oí unos pasos, cuatro pies se acercaban, dos mucho más grandes que los dos siguientes. Empezaba a conocerlos bien. Abrí los ojos, me topé con las sonrisas de cada tarde y sonreí también. No conocía sus nombres, ni el motivo por el que estaban allí cada día a la misma hora, ni por qué me transmitían esa paz, esa enorme paz. Pero me gustaba inventar mis historias.

Se sentaron en el banco de siempre, a unos metros de mi, como siempre, y vi aquella imagen: la del abuelo con su nieto mirando al lago. El veterano contaba al niño miles de historias cada tarde, historias que nunca quise escuchar con demasiado detenimiento, pues quizás eran demasiado personales para que una extraña se entrometiera en ellas o supiera incluso de qué hablaban. Pero me gustaba verlos, observar la imagen llena de ilusión del enano, mirando a su abuelo como si en él residiera toda la verdad, toda la vida, todo el cariño que alguien le podía dar. Y de hecho lo hacía… Su abuelo lo miraba a él como si no hubiera tesoro más valioso en el mundo, como si tuviera entre sus brazos a la vida entera y sintiera que quizás se podría escapar.

Bajaba cada tarde a ese lado del lago. En él se reflejaba el cariño por una tierra en la que estaban enterrados los recuerdos, por unos momentos, por esos instantes de magia y de amor. Bajaba cada tarde a contemplar aquellas imágenes, y siendo yo una ilusa desconocida, me llenaba de vida con aquella energía, con aquellas sonrisas y aquellas palabras que me esforzaba por no escuchar, sino sentir.

Y así es como entendí que a veces, no hay que buscar mucho, para encontrar los pequeños instantes de magia.

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