VII. Caminos

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1. Cuando nadie me ve . – Nobody
2. Las migas . – Aintzane Rodríguez
3. Ansia . – Bea Esteban

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Cuando nadie me ve. Nobody

Cuando nadie me ve puedo ser yo misma, aspirar el olor del café y las sonrisas forzadas o genuinas provenientes de los sofás contiguos. También huele a bollería; entra por mis fosas nasales mientras deshago delicadamente mi croissant de mantequilla. Suspiro.

Cuando nadie me ve puedo ser yo misma, y soy afortunada porque hace ya muchos años que soy yo. En mi casa, en la calle, en un restaurante o supermercado. Nadie te ve realmente, te miran sí, pero las prisas apartan los ojos de las cosas aburridas. Y la diferencia es abismal. Mirar y ver.

Cuando nadie me ve puedo ser yo misma, y me gusta.

Remuevo la cucharilla en el sentido contrario al que lo hacía el día anterior, dicen los psicólogos que cambiar las rutinas mejora la actividad cerebral, y tal vez sea verdad.

Cuando nadie ve mis pensamientos puedo hacer esas cosas, porque no resulta extraño. Nadie pregunta por lo que aparece en silencio o en las sombras. Yo soy silenciosa, y me gusta.

Nadie buscará a las dos mujeres que cayeron en la calle ayer, en un silencio roto, golpeadas por una botella de vodka resquebrajada, rota como el silencio. Hacían demasiado ruido, y me estaban viendo, tal vez compadeciendo.

Cuando nadie me ve puedo ser yo misma, así que voy rezando por no ser vista. Acabo de desayunar y me levanto con calma, no sé a dónde me dirijo pero me gusta haber pagado antes de comer y poder abandonar el lugar por la puerta de atrás. ¿Por qué no lo ofrecerán todos los establecimientos? De ese modo, con sigilo, cruzo a la otra calle. Nadie me ve.

Las migas. – Aintzane Rodríguez

Los veía siempre que entraban a la cafetería cogidos de la mano, con los dedos entrelazados en una red que los unía. Él solía agachar la cabeza cuando la campana de la puerta sonaba y le susurraba algo al oído. Siempre lo mismo, porque ella reía siempre igual. Su risa sonaba a libertad y entrecerraba los ojos. Yo trataba de imitarla, arrugando la nariz, pero su secreto no estaba en la mueca, sino en lo espontáneo. En lo que surgía y nada más.

Los veía siempre que se sentaban en la misma mesa de la esquina. Ella pedía siempre café solo y un vaso de agua que luego dejaba lleno sobre la tabla, reflejando la luz que entraba por los cristales. Él, en cambio, pedía un té. Tal vez, eso fuera lo único que cambiaba de una tarde a otra: la variedad del té. «Muy caliente, por favor», decía y le dedicaba una mirada cómplice a ella, que se la devolvía con los ojos brillantes.

Los veía siempre que salían de la cafetería cogidos de la mano, con los dedos entrelazados en una red que los unía. Él solía contarle cosas que habían ocurrido durante el día y yo no podía evitar escucharlas. Se acercaban a mí y me devolvían las tazas. Limpiaban las migas y dejaban la mesa desnuda. Como si nada hubiese ocurrido en ella los últimos treinta minutos.

—Hoy, cariño —comenzaba. Decía esa última palabra con tanta suavidad que, incluso yo, en la lejanía, sentía esa sensación de calma que aquella joven debía de disfrutar amplificada—. Han venido unos ingleses a la galería. Querían comprar muchos de los cuadros que…

La voz se perdía cuando la puerta se cerraba. Me imagino, entonces, qué clase de cuadros pintaría. Me gustaba pensar que la pintaba a ella. Mientras dormía, desayunaba un tazón de cereales y un café solo, mientras leía, mientras simplemente se tumbaba y pensaba. Me gustaba pensar que dibujaba su futuro, aunque sólo fueran unos trazos mojados de óleo sobre un lienzo. me gustaba pensar que pintaba lo que sentía, lo que anhelaba, lo que perdía.

Me gustaba pensar.

Entonces, cuando sus siluetas se perdían entre la multitud de la ciudad, yo me apresuraba a devolver las dos tazas a la mesa y dejaba sobre la bandeja alguna miga de alguna galleta. Entonces, adecentaba el sofá amarillo en el que siempre se sentaba ella y miraba mi obra de arte desde la otra esquina de la cafetería.

Ahora, esa mesa contaba una historia.

Ansia. – Bea Esteban

—Dime, ¿qué haces aquí?

No tarda más de dos minutos en hacer la pregunta que hizo la psiquiatra antes que ella; la pregunta que hizo el psicólogo de la seguridad social que olvidó mi nombre a los dos meses, la pregunta que hizo mi madre cuando me encontró encerrada en el cuarto de baño, con una mano en el pecho y la otra apoyada en la pared, llorando, gritando, rompiéndome.

«No ha pasado nada», dijo. «No lo entiendo, no ha pasado nada…».

Yo tampoco lo entiendo, mamá.

No entiendo qué hago en esta consulta ni que hice en la anterior, ni que hice en aquel baño. Porque ya no tengo fuerzas para creer que algo puede cambiar (o eso es lo que quiere que crea). Porque he dejado de entenderme. Porque hace unos años te hubiera dado una causa, una razón, un sentido. Porque primero pensé que el problema era mío, que la culpa era mía, que era una egoísta por no sonreír con todo lo que tenía.

No es que no pudiera sonreír. Es que dejé de sentir.

Todavía no sé si prefiero no sentir nada o sentirlo todo. Porque ahora lo siento todo demasiado: siento cada culpa, cada caída, cada palabra, cada herida. Siento el sufrimiento de los demás como si fuera mío, siento que todo lo que digo les hará daño, que soy una egoísta, una victimista, una carga. Oigo todas las mentiras que mi cabeza no para de crear y siento rabia por creérmelas. Siento tristeza por ese vacío. Siento miedo porque no quiero que la gente a mi alrededor se canse de mí. Temo que se rindan, que no me esperen, que de verdad crean que no tengo solución.

Porque es más fácil sanar cuando ves la herida. Porque los problemas se solucionan cuando entiendes la ecuación. Si no ves nada y lo sientes todo, ¿por qué estás aquí?

Es lo que llevo repitiéndome todos estos días.

Estoy aquí porque estoy cansada de estar cansada. Porque siento que mi mente no descansa, que mis pensamientos se enredan e hilvanan, que saltan de un recuerdo a una pesadilla, de un deseo o a un miedo. Que puedo empezar a hablar y no callarme hasta que me quede sin voz, y puedo empezar a reír y no parar hasta que el llanto me atraviese la garganta. Que me da rabia sentir que no puedo hacer nada: no puedo aliviar el dolor de otros, no puedo arreglar las relaciones que destrocé, no puedo volver al ayer, no puedo descansar, no puedo descansar, no puedo descansar; sólo quiero descansar.

Estoy aquí porque sé que la vida no es una competición. Porque sé que algo dentro de mí esta roto, pero que no soy yo. Que lo que se rompe se sana. Que a veces el resultado es más bello, incluso. Que he sobrevivido hasta hoy, y por mucho que mi cabeza me torture y me haga creer lo contrario, sobreviviré también mañana.

Por eso, cuando pregunta, le doy la respuesta más sincera que tengo:

—No lo sé.

El resto se lo tragan las lágrimas.

«Sólo sé que soy humana. Demasiado humana a veces. Y que por mucho que mi mente me engañe, no quiero dejar de serlo.

Quiero ser valiente.

Quiero ser fuerte.

Necesito tu ayuda».

 

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